lunes, 11 de julio de 2011

Madrugón. Lo que cuesta estirarse recién levantados. La verdad es que uno nunca piensa por qué lo hace. Es algo animal, sabemos que tenemos que recoger las cosas, tomar algo, cargarnos la mochila y salir pitando. Sin razonar, esto es así. Tal vez cuando estemos algo más despiertos podamos explicarlo.


Las nieblas mañaneras ayudan a no ver demasiado lejos, nos envuelven, prolongamos el sueño. En la foto no es que haya mucha niebla, pero la frase ha quedado bien.

Otra cosa es el asfalto, recto y duro, se come las suelas, castiga las articulaciones.

Aquí paramos (tengo que recordar cómo se llama) a "desayunar": unos platos con huevos fritos, patatas, morcilla y chorizo, en un hotelito muy fino, de esos que no son para peregrinos. Juan y yo de postre un orujazo que lo que viene después es una buena cuesta.

Y tan buena. Nos cruzamos a un tipo en un tractor que nos cuenta que hace poco tuvo que venir un helicóptero a llevarse un peregrino al que le había dado un patatús en las pendientes. Lo normal, también nos encontramos una especie de mausoleo con piedrecitas y una placa dedicada a un peregrino japonés.
Por lo menos hay sombra.

Y cuando no, si se ha perdido la gorra, ya tenemos alternativas. Javier va fastidiado, yo creía que era del sol. Le está molestando una zapatilla, y aunque se la ha sacudido varias veces para vaciarla de chinas, la cosa no está clara.

El tío es duro, se lo va callando. Por otro lado, Juan también tiene lo suyo.
Esto es San Juan de Ortega, mucho calor y ya es tarde. Como aquí no hay más que moscas, decidimos seguir hasta Atapuerca con la duda de si están los pies para ese esfuerzo.

Y Celia, como si nada, siempre la sonrisa puesta. Juan y yo lo celebramos por la tarde con un gintonic.